Por Juan Bautista Lucca
El peronismo argentino ha desafiado durante décadas las categorías analíticas tradicionales de la ciencia política. Las caracterizaciones convencionales —fascista y democrático, de izquierda y de derecha, populista y pragmático— resultan simultáneamente correctas e incorrectas, revelando más sobre las limitaciones de nuestros marcos conceptuales que sobre la naturaleza del fenómeno estudiado. El peronismo no constituye una ideología en el sentido tradicional del término, sino una tecnología política para construir y mantener poder en sociedades fragmentadas.
Juan Domingo Perón llegó al poder en 1946 con una fórmula aparentemente contradictoria: la síntesis de nacionalismo económico, derechos laborales, corporativismo católico y pragmatismo político. A diferencia de otros líderes latinoamericanos que adoptaron mecánicamente modelos europeos, Perón desarrolló una adaptación inteligente a la realidad argentina. Del fascismo incorporó la estética, el corporativismo y el liderazgo carismático; del socialismo adoptó los derechos laborales y la retórica antioligárquica. El resultado fue un movimiento que podía presentarse como revolucionario sin amenazar fundamentalmente la estructura de clases existente.
La figura de Eva Duarte resultó fundamental en esta construcción política. Evita comprendió que la política moderna es esencialmente teatral y emotiva, no como simulacro sino como ritual colectivo que otorga sentido a la experiencia social. Su identificación genuina con los sectores populares despreciados por la clase política tradicional le permitió inventar un rol político sin precedentes: la primera dama como líder popular autónomo. El peronismo debe comprenderse, por tanto, como una formación con liderazgo bicéfalo, donde la complementariedad entre ambas figuras resulta indispensable para su funcionamiento.
La doctrina peronista oficial —articulada en torno a conceptos como “justicia social”, “independencia económica” y “soberanía política”— presenta fórmulas suficientemente amplias como para justificar prácticamente cualquier política concreta. Esta ambigüedad ideológica no constituye un defecto sino su característica central y distintiva. Mientras otras ideologías se estructuran sobre principios específicos —la lucha de clases en el comunismo, el Estado totalitario en el fascismo, la libertad de mercado en el liberalismo—, el peronismo desarrolla principios elásticos que permiten adaptación a cualquier circunstancia. Esta flexibilidad no resulta accidental sino que constituye una adaptación inteligente a un contexto caracterizado por consensos frágiles, crisis recurrentes y la necesidad de construir mayorías electorales amplias.
El populismo abstracto del peronismo permite que diferentes grupos sociales proyecten sus propios intereses, incluyendo tanto a trabajadores industriales como a empresarios nacionales, empleados públicos, jubilados, sectores de clase media empobrecida, entre otros. El “pueblo” peronista trasciende las diferencias de clase tradicionales, mientras que el “enemigo” puede ser la oligarquía, el imperialismo, el neoliberalismo, o simplemente “los que siempre estuvieron”, según las circunstancias políticas específicas.
La capacidad adaptativa del peronismo queda demostrada en su evolución histórica. Durante los años setenta cobijó simultáneamente a los Montoneros y la Triple A; posteriormente transitó sin discontinuidades del neoliberalismo radical de Carlos Menem a las políticas redistributivas de los Kirchner. Esta aparente contradicción evidencia las adaptaciones pragmáticas del movimiento a nuevas circunstancias, funcionando como un organismo político que muta constantemente para sobrevivir en diferentes ambientes ideológicos.
El peronismo emplea una temporalidad singular y productiva: cuando un líder peronista alcanza el poder no promete construir algo nuevo sino “volver” a algo que supuestamente existió antes y fue traicionado. Este eterno retorno permite presentar cualquier cambio como restauración y cualquier novedad como tradición, generando una identidad que se percibe eterna, pero permanece en constante mutación. En este aspecto, el peronismo se asemeja a la Iglesia Católica en su capacidad de adaptarse constantemente a nuevas realidades mientras mantiene la ficción de una continuidad inalterable.
La persistencia del peronismo debe analizarse considerando la cultura política que genera y reproduce. El peronismo funciona como un universo simbólico completo con rituales, códigos, valores y formas de sociabilidad específicas. Los rituales peronistas —particularmente las movilizaciones en Plaza de Mayo— constituyen experiencias comunitarias donde los participantes confirman su pertenencia a una identidad colectiva que trasciende las diferencias individuales. Esta dimensión ritual satisface necesidades humanas básicas que la política liberal no puede atender: pertenencia, transcendencia y participación en narrativas épicas.
Como las religiones más exitosas, el peronismo ofrece una explicación total del mundo —el pueblo contra la oligarquía—, una promesa de redención futura —la patria justa, libre y soberana—, un panteón de figuras míticas —Perón, Evita, los militantes desaparecidos, Menem y Kirchner— y rituales que permiten experimentar la pertenencia comunitaria. Como señalaba Durkheim en Las formas elementales de la vida religiosa, en 1912, las sociedades modernas requieren formas propias de lo sagrado, función que el peronismo cumple para importantes sectores de la sociedad argentina.
Esta dimensión identitaria explica paradojas que confunden a los analistas racionales: por qué obreros empobrecidos por políticas neoliberales siguieron votando a Menem en 2003, por qué la clase media indignada por la corrupción kirchnerista volvió a votar por Cristina en 2019, o por qué militantes peronistas de izquierda terminan defendiendo gobiernos que implementan ajustes. La identidad peronista funciona como creencias que sobreviven a todas las refutaciones empíricas, no por irracionalidad sino porque satisfacen necesidades que trascienden la racionalidad instrumental.
La comprensión integral del peronismo requiere analizar también su némesis: el antiperonismo. El antiperonismo se presenta como defensor de la civilización contra la barbarie, de la república contra la demagogia. Sin embargo, cada vez que el antiperonismo accede al poder prometiendo terminar con el populismo peronista, genera las condiciones para su retorno fortalecido. Esta dinámica —observable en 1955, 1976, 1999 y potencialmente en la actualidad— revela que el antiperonismo es paradójicamente funcional al peronismo, proporcionándole el enemigo externo necesario para mantener la cohesión interna.
No obstante, la flexibilidad extrema del peronismo genera problemas estructurales que contribuyen a explicar aspectos de la crisis argentina. La capacidad de cambiar constantemente de políticas dificulta la construcción de consensos duraderos sobre reglas básicas. La subordinación de programas a identidades complica la evaluación racional de resultados de gestión. La personalización extrema del poder genera crisis ante la ausencia de líderes carismáticos. El peronismo frecuentemente funciona mejor como oposición que como gobierno, ya que puede prometer simultáneamente a todos los sectores sin contradicciones. Como gobierno, debe elegir entre sectores o mantener contradicciones insostenibles. Su capacidad de agregación incluye intereses objetivamente incompatibles, y mantener unida una coalición tan extensa requiere recursos crecientes que la economía no siempre puede generar, resultando en crisis recurrentes que paradójicamente fortalecen al movimiento al confirmar la narrativa de conspiración externa.
Desde una perspectiva comparada, el peronismo no constituye una curiosidad local sino un laboratorio donde se anticiparon tendencias posteriormente manifiestas globalmente: crisis de partidos tradicionales, ascenso del populismo, personalización política, importancia de liderazgos mediáticos. Experiencias como las de Trump, Erdogan, Modi o Chávez utilizan elementos de la metodología peronista aplicados a contextos diferentes, aunque con resultados más inciertos debido a su reciente emergencia.
La fórmula peronista puede interpretarse como respuesta política que emerge en contextos de crisis de representación, desigualdad social y fragmentación cultural. Experiencias similares incluyen el Partido Revolucionario Institucional mexicano, que gobernó durante 71 años mediante ambigüedad ideológica y coaliciones imposibles; el Partido del Congreso Indio durante el dominio Nehru-Gandhi, desarrollando una ideología socialmente vaga; o el llamado de Erdogan a los “turcos auténticos” como narrativa épica de restauración nacional. Estos casos demuestran que la fórmula puede funcionar en contextos diversos —prósperos o pobres, homogéneos o diversos, democráticos o autoritarios—, dependiendo crucialmente de la fortaleza institucional. Donde las instituciones son débiles, como en Venezuela o Turquía, el modelo puede volverse autoritario; donde son fuertes, como en India, se mantiene dentro de marcos democráticos.
El peronismo constituye síntoma de problemas más generales de las democracias latinoamericanas: dificultad para construir instituciones estables, persistencia de desigualdades extremas, debilidad de burocracias estatales, fragmentación social. En sociedades más igualitarias y con instituciones sólidas, fenómenos como el peronismo no prosperarían; en sociedades fragmentadas, desiguales y con Estados débiles, alguna forma similar parece inevitable.
En definitiva, el peronismo demuestra que la política moderna se define más por la capacidad de crear y mantener identidades colectivas que por la coherencia ideológica. Esta afirmación, incómoda para quienes privilegian la racionalidad política, resulta paradójicamente efectiva. El peronismo evidencia que es posible gobernar sin un proyecto claro de país, siempre que se mantenga un proyecto claro de poder.
Recomendación de lectura
Muchas cosas se han escrito y dicho sobre la génesis y desarrollo del peronismo, sin embargo, una de las formulaciones más interesantes para comprender la lógica del peronismo a la luz de las experiencias internacionales la ofrece Torcuato Di Tella, que en el año 2015 publicó un libro titulado Coaliciones Políticas: la Argentina en perspectiva,en editorial el Ateneo, que permite comprender por qué países como Canadá, la India o Brasil sufren la fragmentación, la formulación de clivajes y la radicalización de la política por no poseer —o implementar la tecnología de poder de—el peronismo.
Aunque hay muchos libros sobre populismo, sobre el peronismo o incluso sobre el auge global de nuevas experiencias radicalizadas, les invito a leer la Introducción (solo 40 paginitas) que escribió Cass Mudde a su primer libro en español, denominado Populismo y derecha radical en el siglo XXI, editado por EDUNR en el año 2024, en el cual no aparece la palabras peronista, pero muchas de las reflexiones fundadas aquí tienen reverberancia en las suyas al interpretar el clima de época y el futuro de adviento.
Juan Bautista Lucca (Argentina) es licenciado en Ciencia Política por la Universidad Nacional de Rosario (UNR); Diploma Superior en Pensamiento Social Latinoamericano y Caribeño por CLACSO; Máster en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Salamanca (España), Doctor en Ciencias Sociales por FLACSO (Argentina) y Postdoctorado por la UNR. Profesor Titular de Elecciones y Partidos en la Licenciatura en Ciencia Política de la UNR.