Por Jorge E. Ferreyra
En las elecciones municipales de Buenos Aires la gente no fue a votar. Se repitió el patrón de otras provincias. El gobierno nacional, triunfante, no menciona la baja participación. La abstención electoral es síntoma de la desconexión con la política, pero parece ser parte del diseño, no una falla del sistema.
La noche de la elección legislativa de mayo en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires fue un hervidero de ensayos en X en torno a los resultados. El dato era llamativo: La Libertad Avanza se había convertido en la fuerza más votada con el apoyo de apenas el 15% del padrón[1]. No hubo fraude ni irregularidad. Lo que sí hubo fue la participación más baja desde la recuperación democrática: apenas 53%[2]. Y esa aparente anomalía porteña proyectaba un fenómeno nacional.
Desde que comenzó el año electoral en abril, se celebraron comicios para elegir legisladores provinciales en Santa Fe, Chaco, Jujuy, Salta y San Luis. Los de Santa Fe se destacaron, además, por ser de carácter constituyente. Aun así, tanto allí como en las otras provincias y en CABA, la participación cayó entre 5% y 14%[3] respecto de 2021, las últimas elecciones de medio término, aquellas que estuvieron marcadas por la pandemia.
Este patrón habilita una primera hipótesis: el problema no es la apatía individual, sino la desconexión estructural. El votante argentino parece haberse resignado a una democracia de baja intensidad, ya sea por desincentivo activo del gobierno o bien por la distancia que separa sus problemas de las disputas políticas. Si en 2023 el voto a Milei funcionó como rechazo al sistema, en 2025 el rechazo se expresa también quedándose en casa[4].
Ahora bien, el ausentismo electoral es solo una forma en que se expresa la desconexión. El problema se profundiza cuando las instituciones pierden capacidad de intermediación y las decisiones se toman con una legitimidad cada vez más restringida. En lugar de canalizar intereses plurales, se gobierna con el núcleo duro. En términos reales, la democracia pierde espesor: se vuelve más porosa, menos exigente y más funcional a una gobernabilidad sin consenso.
La caída en la participación también redefine los contornos del conflicto político. Si durante décadas la contienda electoral argentina expresaba la disputa entre modelos distributivos y el nivel de apego a valores liberales o republicanos, hoy esa confrontación parece haberse trasladado a nuevas plataformas y traducido a demandas menos pretenciosas. Y lo hace en un contexto donde la política institucional parece cada vez más interesada en ofrecer enojos de ocasión que en canalizar el malestar estructural.
Algo similar ocurre con el sentido que se le da al acto de votar. En lugar de presentarse como un derecho cívico de todo ciudadano más allá de ideologías, el sufragio se encuadra como una muestra de pertenencia. Votar es declarar. Dentro de esta lógica, la baja participación deja de ser una señal de alarma democrática para el gobierno y se transforma en una ventaja táctica: menos votantes significa más peso para el núcleo duro. Si, además, el adversario está dividido, mejor: más posibilidades de ganar.
En ese marco, el modo de hacer campaña desde el gobierno asume nuevas lógicas. El día de la elección en CABA, el oficialismo nacional envió un SMS que decía: “Andá a votar. Levantá el culo del sillón. El país te necesita”. Más que un llamado cívico, fue una puesta en escena comunicacional. En una elección de ediles, La Libertad Avanza proponía épica nacional. En un ejemplo crudo del abandono del lenguaje institucional, el gobierno apeló a un registro afectivo para activar a su núcleo duro, dejando deliberadamente afuera al resto de la ciudadanía.
Ese estilo de comunicación no es casual ni aislado. Forma parte de una manera de hacer política que desde hace años abandona los canales tradicionales para establecer un contacto directo, sin filtros ni mediaciones. Ya no se habla a través de documentos partidarios ni en piezas periodísticas: se habla de celular a celular, desde una cuenta oficial a la pantalla del votante. La comunicación se vuelve inmediata. No hay interés por la deliberación o el convencimiento, se busca lealtad a fuerza de un vínculo emocional. Es una lógica que privilegia el control del territorio simbólico más que la ampliación de apoyos.
Puede haber algo del ánimo general de las democracias occidentales. Pero sería ingenuo atribuirlo todo a eso: el gobierno también está haciendo su parte para desalentar la participación. La desmovilización no es ajena al estilo de La Libertad Avanza, que evita debatir, polariza con eficacia y no promueve la construcción de mayorías, ni siquiera a nivel legislativo. Y en un país donde la agenda política está tan centralizada en el gobierno nacional, es probable que recién en las elecciones a diputados y senadores nacionales de octubre vuelva a activarse el interés de una parte del electorado.
En el caso de Buenos Aires, la ausencia de primarias partidarias y el colapso de la alianza oficialista local derivaron en una fragmentación marcada de la oferta electoral. Esta situación se vio agravada por el impacto del gobierno de Milei, cuya potencia simbólica y discursiva desdibujó las coordenadas ideológicas que servían de referencia a todo lo que le hiciera oposición. La fragmentación partidaria allí no hizo más que amplificar a través de los grandes medios lo que era una tendencia nacional: el silencio de grandes sectores del electorado.
Durante casi dos décadas, el PRO fue la fuerza dominante en la ciudad, pero en esta elección llegó debilitado por falta de un liderazgo claro, sin sus aliados históricos y con un electorado muy disperso. La ruptura de ese entramado político dejó a sus exsocios sin nuevos miembros en la legislatura y al propio PRO relegado al tercer lugar. El espacio de centroderecha fue ocupado con firmeza por un oficialismo nacional que logró canalizar tanto su base propia como el voto útil de quienes no querían un triunfo del kirchnerismo.
Este tipo de gobierno basado en minorías intensas, comunicación directa y baja deliberación representa un corrimiento de los modelos tradicionales de representación. Ya no se trata de convencer a las mayorías, sino blindar a los propios y deslegitimar al resto. La consecuencia no es solo institucional: es simbólica. Si no hay urgencia u horizonte, si no hay vínculo con la vida diaria, sectores enteros de la sociedad se desentienden del voto porque ya no encuentran el significado al sistema político. En barrios populares de la ciudad la desconexión ya no es hipótesis: la participación osciló entre el 20% y el 40% del padrón[5], aun en un país con voto obligatorio y una tradición de alta participación.
No hay una única causa para esta desafección política. Pero el declive en la participación parece responder a una combinación entre sentimientos de exclusión política, pérdida de fe en la representación y una exitosa saturación comunicacional. Lo novedoso, sin embargo, no es que una parte del electorado esté desencantada. Tampoco lo es que ese desencanto haya dejado de alarmar. Lo novedoso es que pareciera ser el objetivo.
Lo que emerge no es solo una nueva realidad electoral, sino la consolidación de un nuevo modo de hacer política. Un gobierno que no necesita ni busca mayorías en todos los escenarios: le alcanza con fidelizar minorías intensas para dar la pelea. El resto puede abstenerse: el sistema lo permite y la estrategia lo contempla. Menos diálogo, menos mediación, menos participación. El Estado se vuelve el espacio de legitimación de los ya convencidos, y crece la distancia con quienes no encuentran allí ninguna razón para participar.
La comunicación política se diseña para el modelo de política que se busca construir. Si el objetivo es volver a democracias consensualistas y mayoritarias, el desafío no es solo reconectar con la ciudadanía, sino también reconstruir las condiciones para que el sistema político vuelva a ser significativo para el ciudadano. Eso implica repensar los canales, el lenguaje y los marcos desde los que se interpela al electorado. Mientras tanto, la abstención seguirá siendo una forma de voto. No porque la ciudadanía no quiera participar, sino porque el sistema fue moldeado para funcionar sin ella.
Jorge E. Ferreyra (Argentina) es consultor en estrategia de políticas públicas y comunicación política, experto en la redacción y análisis de discursos institucionales con experiencia en ámbitos legislativos. Es maestro en Estudios de Desarrollo Internacional por la Universidad Grenoble Alpes (Francia), licenciado en Ciencia Política y en Relaciones Internacionales por la Universidad Siglo 21 (Argentina). Es además investigador asociado del Centro de Estudios Avanzados de la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina), donde realizó estudios de posgrado sobre partidos políticos y movimientos sociales. Actualmente reside en la República Dominicana. LinkedIn: Jorge E. Ferreyra
[1] Achigar, S., & Román, S. (2025, mayo 19). Baja participación histórica: Adorni se impone con el 15 % del padrón, Santoro segundo y la izquierda obtiene una banca. La Izquierda Diario. https://www.laizquierdadiario.com/Baja-participacion-historica-Adorni-se-impone-con-el-15-del-padron-Santoro-segundo-y-la-izquierda-obtiene-una-banca
[2] Bercovich, A. (Conductor). (2025, 19 de mayo). La Ley de la Selva [Programa de televisión]. C5N.
[3] Pablo Salinas [@salinaspabloj]. (2025, 18 de mayo). Un fantasma recorre la política argentina. Debería prestarse más atención a la única regularidad que venimos observando en el calendario… [Tweet]. X (antes Twitter). https://x.com/salinaspabloj/status/1924285115997339831?s=46
[4] Diego Genoud [@otro_periodista]. (2025, 18 de mayo). El voto a Milei ya no es la única forma de expresar rechazo al sistema político. Ahora se suma… [Tweet]. X (antes Twitter). https://x.com/otro_periodista/status/1924287242404524380?s=46
[5] Bercovich, A. (Conductor). (2025, 19 de mayo). La Ley de la Selva [Programa de televisión]. C5N.