En las inmediaciones del Vaticano, en la emblemática Via Piccolomini de Roma, un grafiti captó la atención de peatones, medios y redes sociales durante uno de los eventos más simbólicos de la Iglesia en los últimos tiempos: el funeral del Papa Francisco.
La intervención, firmada por la reconocida artista callejera italiana Laika, conocida por su arte provocador con tintes políticos al estilo Banksy, ofreció una mirada crítica a los asistentes del sepelio.
La obra retrata al pontífice de perfil, con su atuendo papal y una aureola dorada sobre su cabeza, sosteniendo una lista con nombres de líderes mundiales como Donald Trump, Javier Milei, Ursula von der Leyen, Matteo Salvini y Matteo Piantedosi. Junto a la imagen, una burbuja de diálogo del Papa lanza la incómoda pregunta: “¿Y a estos quién los invitó?”.
La intención de Laika fue clara. Según declaró, su obra buscaba cuestionar la presencia de figuras políticas cuyas posturas —especialmente en temas como migración, justicia social o exclusión— contrastan frontalmente con el mensaje de inclusión, dignidad humana y paz que caracterizó el pontificado de Francisco. La artista expresó su perplejidad ante lo que consideró una contradicción entre el legado del Papa y algunos de los rostros visibles en su despedida.
Aunque el grafiti fue retirado pocas horas después de su aparición, su huella se amplificó en el ecosistema digital. La imagen circuló intensamente en redes sociales y fue reproducida por medios internacionales, desatando un debate sobre la legitimidad simbólica de ciertos liderazgos en espacios de alto valor moral y espiritual.
Este episodio no solo evidencia la capacidad del arte urbano para irrumpir en el debate público, sino que revela la tensión latente entre poder político y principios éticos. En un mundo cada vez más marcado por la espectacularización de la política, la intervención de Laika interpela con agudeza: ¿cuánta coherencia se espera —o se exige— entre quienes rinden homenaje y el legado del homenajeado?