Por José David Castellanos Orjuela
Hace unos días estuve en la Universidad Nacional (pública, de las mejores del país y Latinoamérica) grabando un video para mi proyecto ciudadano que busca, desde Bogotá, impulsar desarrollo al país. Y me encontré con tres jóvenes araucanos: dos mujeres y un hombre cuyas pupilas brillaban saliendo de clase con libros que utilizan como sendero para hacerle bien a una sociedad que necesita más letras formadoras.
“Nuestra idea es volver a Arauca”, expresaron con sonrisas y esa esperanza tan colombiana de que todo mejorará, de que en Tame, municipio de origen de uno de ellos, dejarán de secuestrar, de matar, de frenar el progreso con explosivos. Esa ilusión de que en ese departamento cercano a la frontera con Venezuela (y en todo el país) transiten más libros, más risas, más amistades forjadas en las aulas. Y menos balas. Ese deseo de que sus comunidades dejen de padecer por el actuar de guerrillas, paramilitares, narcotraficantes y demás grupos ilegales, como ha sucedido históricamente.
Por “La Nacho”, a la que menciono porque en este caso fue donde me encontré a esos jóvenes araucanos, así como en otras universidades de Colombia, miles de estudiantes llegan a buscar conocimiento para aportar a su amada patria. Esa de la que aprenden desde que se forman en colegios rurales y urbanos. Esa que pareciera que no avanza.
Y es que hay días en que el odio vuelve a marcar el camino. Días, como hace unas semanas, en que un líder político es víctima de un atentado, y la sociedad entera se pregunta: ¿Hasta cuándo? El intento de asesinato contra Miguel Uribe reabrió una herida que nunca ha terminado de sanar: la de la violencia política. Una violencia que no empezó ayer, ni con el conflicto armado, ni siquiera con las guerras civiles del siglo XIX. Una violencia que está enraizada en nuestra historia como nación.
Este texto no es una crónica del presente, sino una mirada al libro ensangrentado de nuestra historia. Porque para construir paz, primero hay que entender por qué hemos vivido en guerra.
Comenzamos a asesinar a quien nos unía
Aunque Antonio José de Sucre fue asesinado en 1830 en las montañas de Berruecos, en lo que hoy es el departamento de Nariño, su muerte representa algo más que la traición a un héroe de Ayacucho: simboliza la ruptura del proyecto bolivariano de unidad. Sucre era la figura que podía garantizar la estabilidad de la Gran Colombia después del fallecimiento de Simón Bolívar. Fue atacado por quienes preferían la fragmentación, el poder regional, el ego de caudillos por encima del sueño colectivo, la polarización… una palabra que se desgasta en la actualidad y de la que no parecemos aprender.
Ese crimen marcó el inicio de una política de odios personalistas, en la que el proyecto nacional siempre quedaba subordinado a la ambición individual. Su asesinato, a manos de conspiradores, dejó claro que las divisiones internas podían más que cualquier ideal de unidad: ¿les suena?
Desde entonces, los liderazgos en Colombia han tenido que caminar entre traiciones, sospechas y la amenaza permanente de ser eliminados por intereses mezquinos. Sucre representaba la posibilidad de un equilibrio, y su muerte inauguró una tradición trágica: la de asesinar a quienes pueden unir.
“¿De qué lado estás?”, la Guerra de los Mil Días y la separación de Panamá (1899-1903)
Para comprender lo que vino después, es clave entender qué eran los liberales y los conservadores. Los liberales defendían ideas de cambio social, libertad económica, separación de Iglesia y Estado, y educación pública. Los conservadores, en cambio, promovían el orden tradicional, el rol de la Iglesia en la vida pública, el centralismo político y el respeto al poder constituido. Ambos representaban visiones del país, pero la rivalidad entre ellos degeneró, muchas veces, en violencia armada.
La guerra entre liberales y conservadores dejó más de 100.000 muertos y una república destruida. Fue un conflicto largo, cruel, motivado por diferencias ideológicas, pero sostenido por odios personales y la incapacidad de reconocer al otro como ciudadano y no como enemigo. En Panamá, la ejecución del líder liberal e indígena Victoriano Lorenzo se convirtió en un símbolo del descontento. La represión y la violencia ejercida por el gobierno central provocaron un punto de quiebre entre el istmo y el resto del país.
Ese distanciamiento, sumado a la ambición internacional por construir el canal interoceánico, facilitó la intervención de Estados Unidos. Así, en 1903, Colombia perdió a Panamá. Pero esa pérdida fue también el resultado de una cultura política que privilegió la imposición sobre el consenso, el autoritarismo sobre la representación, la guerra sobre el diálogo: ¿les suena?
La separación de Panamá no fue solo una cuestión geopolítica. Fue un fracaso del proyecto nacional. Un fracaso construido sobre la violencia. En Panamá murieron más de 3 % de sus habitantes como consecuencia directa de la guerra. La infraestructura quedó destruida, la inflación se disparó y miles de personas huyeron. La república que prometía libertad se había convertido en una maquinaria de exclusión. Y eso también es violencia política.
El magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán (1948)
La muerte de Gaitán fue el detonante de uno de los ciclos de violencia más sangrientos del siglo XX: El Bogotazo, La Violencia (así, con mayúscula inicial) y, posteriormente, el nacimiento de las guerrillas. Gaitán era un líder liberal popular, un abogado brillante y orador poderoso que desafiaba tanto a las élites conservadoras como a su propio partido. Su visión de “el país nacional vs. el país político” conectó con las clases populares. Pero también lo volvió objetivo.
Su asesinato en el centro de Bogotá provocó El Bogotazo, una explosión de violencia ciudadana. A partir de entonces, la lucha entre chusmas (liberales armados) y chulavitas (conservadores armados, en muchos casos apoyados por la policía) se generalizó en muchas regiones del país. No era solo una confrontación partidista: era una guerra entre vecinos, entre hermanos, entre campesinos. Era la semilla de un odio estructural que desembocó en los años siguientes en el nacimiento de grupos insurgentes.
Su asesinato no solo truncó una posibilidad de cambio democrático, sino que envió un mensaje devastador: en Colombia, quien intenta transformar, molesta. Y quien molesta, muere. Ese 9 de abril de 1948, la multitud reaccionó con furia, pero también con desesperanza. La violencia ya no era solo entre partidos, era entre ciudadanos. Y ese rompimiento como sociedad ha llegado hasta nuestros días.
El ciclo se agrava
Las guerrillas comunistas, como las FARC y el ELN, surgieron en los años 60 como respuesta a esa “exclusión” política. Poco después, los partidos tradicionales sellaron una tregua con el Frente Nacional (1958–1974), un acuerdo que garantizaba la alternancia en el poder entre liberales y conservadores, pero que cerró la puerta a toda expresión política distinta.
El resultado fue predecible: los grupos armados crecieron. Y cuando en los 80 el narcotráfico irrumpió con fuerza, el país ya estaba sembrado de pólvora. Guerrilla y narcotráfico se mezclaron. Y en medio del caos, emergió el paramilitarismo: grupos ilegales apoyados por sectores del Estado y empresarios que decían combatir a la guerrilla, pero también sembraban terror en pueblos enteros.
A esta altura, ya habíamos perdido mucho más que a Panamá: estábamos perdiendo el alma del país. Y en medio de esta incesante guerra, Colombia fue testigo del asesinato de cinco candidatos presidenciales: Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo, Carlos Pizarro, Álvaro Gómez y Jaime Pardo Leal. Voces diversas, de izquierda, centro y derecha, silenciadas por diferentes armas, pero el mismo odio.
Luego del fortalecimiento del paramilitarismo en los años 90, también como una respuesta violenta y descontrolada a las guerrillas y al abandono institucional del Estado, se promovió una desmovilización parcial de las Autodefensas Unidas de Colombia entre 2003 y 2006. Ese proceso, impulsado por el gobierno de Álvaro Uribe, buscaba el desarme y la reintegración de más de 30.000 combatientes, pero arrancó sin una estructura jurídica sólida.
No fue sino hasta 2005 que se promulgó la Ley de Justicia y Paz, que permitió procesar judicialmente a algunos jefes paramilitares a cambio de beneficios penales. Aun así, muchos crímenes quedaron impunes, otros se maquillaron, y decenas de estructuras criminales mutaron en nuevas bandas bajo el eufemismo de “bacrim”, lo que dejó en la sociedad un sabor amargo de justicia incompleta y la idea peligrosa de que sí era posible negociar con las armas sin haber reparado del todo a las víctimas.
Años después, con otro enfoque, se desarrolló el proceso de paz con las FARC. Iniciado formalmente en 2012 y firmado en 2016, el acuerdo buscó terminar el conflicto armado más largo del hemisferio occidental. Muchos celebraron el silenciamiento de los fusiles, la entrega de armas y la participación política de un grupo que durante medio siglo mantuvo en jaque al Estado colombiano. Sin embargo, el camino no fue limpio: el acuerdo fue rechazado en las urnas en el plebiscito de 2016, luego renegociado y finalmente implementado de forma desigual.
A la par, surgieron las disidencias de las FARC, grupos armados que se negaron a desmovilizarse o retomaron las armas bajo otras banderas. Hoy, junto con el ELN y otras organizaciones ilegales, son parte de una nueva ola de violencia. Así, las secuelas tanto del paramilitarismo como de la guerrilla siguen vivas en zonas rurales abandonadas, en el asesinato sistemático de líderes sociales, en el control criminal de economías ilegales y, sobre todo, en el alma rota de un país que aún no logra dejar de pelear contra sí mismo.
La cultura de silenciar
En Colombia no solo tenemos una historia violenta. Tenemos una cultura política del enemigo. Desde el siglo XIX, las diferencias ideológicas no se resolvieron con debates, sino con fusiles. Nos enseñaron que quien piensa distinto es una amenaza. Y esa lógica, aún hoy, persiste en discursos de odio en redes, en señalamientos públicos, en el deseo de “aniquilar” al contrario.
Nuestra identidad colectiva ha estado marcada por una filosofía de exclusión. Por eso, cuando un joven armado atenta contra un político, no es un hecho aislado: es parte de una cadena histórica. La violencia política no se improvisa, se cultiva. Y en Colombia, la sembramos a diario.
Nos falta un relato colectivo que reconozca que el otro no es el enemigo, sino el complemento. Que el país se construye con muchos colores, muchas voces, muchas historias. Y que ninguna de ellas debe ser silenciada por la fuerza.
Las palabras convertidas en disparos
Antes de cada disparo hay una palabra. Y en Colombia, el lenguaje político se ha degradado al punto de convertirse en arma. Cuando un presidente llama enemigos a sus críticos, cuando un congresista insulta al opositor, cuando un ciudadano celebra la muerte del contradictor en redes, se está nutriendo una espiral que desemboca en violencia real.
Las palabras importan. Y más cuando vienen de quienes tienen poder. No se trata de silenciar el debate. Se trata de dignificarlo. Hoy más que nunca, la democracia necesita menos gritos y más razones. Un discurso sano no significa uno sin críticas. Significa uno que no deshumaniza. Que no convierte al adversario en objeto de exterminio simbólico. Porque cuando el lenguaje se vuelve violento, el cuerpo del otro se vuelve prescindible.
¿Quiénes somos y cómo frenar?
Hemos sido el liberal que había que fusilar o el conservador que había que exterminar. Hemos sido la Guerra de los Mil Días y sus aproximadamente 100.000 muertos. Hemos sido el pueblo que paga con sus vidas las ideas.
Hemos sido La Vorágine de José Eustasio. Hemos sido la codicia del caucho y la barbarie en la Amazonía. Hemos sido la masacre de las bananeras y el texto en castellano más importante de la literatura. Hemos sido un Nobel. Hemos sido García Márquez. Hemos sido genios y por otras vertientes hemos sido sádicos. Porque nos ha tocado transitar entre artes inigualables y guerras insuperables.
Hemos sido Jorge Eliécer Gaitán y el Bogotazo. Hemos sido guerrillas, paramilitarismo, narcotráfico y terrorismo. Nos quitaron a Galán, a Pizarro, a Jaramillo, a Lara, a Cano a Gómez… nos mataron a voces valiosas de izquierda, de derecha y de centro (bah, como si la orilla importara). A otros los exiliaron, otros viven amenazados y/o silenciados. “Colombia es una larga pedagogía del desprecio”, sentenció William Ospina.
¿Y hasta cuándo seremos eso? La vida de Miguel Uribe sigue en vilo por todo eso que hemos sido, y esa es la pregunta. Una que escribo al mismo tiempo que en múltiples regiones de Colombia miles de familias lloran a líderes sociales y diversos actores políticos que han asesinado por “no ser como yo”. No podemos normalizar que continuemos siendo unos ciudadanos que conviven con la intolerancia y la muerte.
Lo normal debería ser compartir una chocolatina y un café al frente de una universidad, mientras hablamos sobre la historia de nuestras tribus indígenas, mientras nos enorgullecemos de ser multiculturales, mientras expresamos nuestros deseos de conocer el Pacífico, la Orinoquía, la Guajira, el Amazonas… Mientras nos reconocemos distintos y eso nos hace querernos, no odiarnos.
Si por la violencia política Colombia perdió a Panamá, ¿qué más podríamos perder hoy por seguir en esta espiral de odio? Podríamos perder la democracia. Podríamos perder la confianza en las instituciones. Podríamos perder otra generación de jóvenes que vuelvan a creer que el camino más rápido al poder es la violencia.
Hoy tenemos la oportunidad histórica de al fin parar. La de cambiar. La de elegir otro sendero. Uno donde las ideas pesen más que las armas. Donde la política vuelva a ser el arte de convivir y ayudar, no de aniquilar. Colombia merece un nuevo relato. Uno donde la diferencia no sea tragedia, sino riqueza. Donde el pasado nos enseñe, no nos condene. Donde dejemos de repetir los huecos del pasado.
José David Castellanos Orjuela (Colombia) es abogado, especialista en Gerencia de Empresas. Fue concejal de Bogotá y consejero local de juventud de la localidad de Teusaquillo. Encabezó la Presidencia de las Juventudes Partidarias de Colombia frente a la Organización Internacional de Juventud para Iberoamérica y el Caribe. Cofundador del Centro de Pensamiento Pioneros, un colectivo político dedicado a la implementación de prácticas innovadoras. X: @JDCastellanosO / Instagram: @jdcastellanoso