Por Jamadier Esteban Uribe Muñoz
El 14 de diciembre tuvo lugar la segunda vuelta presidencial en Chile. Los resultados son claros y nada sorprendentes, el candidato José Antonio Kast, del Partido Republicano (PR) se impuso con un aplastante 58% de los votos, contra un 42% de la candidata oficialista Jeannette Jara, del Partido Comunista (PCCh).
Habrá que decir, en todo caso, que la candidata comunista obtuvo 597.213 votos más que Gabriel Boric en la segunda vuelta de 2021, cuando este fue electo Presidente contra el mismo Kast, aunque esa elección fue con voto voluntario. Sin embargo, también obtuvo 359.341 votos más que la opción Apruebo –que sí fue con voto obligatorio– en el histórico plebiscito de 2022, donde la ciudadanía rechazó el Proyecto Constitucional con el 62% de los sufragios y que aparece en la historia reciente como el último antecedente relevante en la disputa derecha-izquierda en el país.
Por lo anterior, difícilmente se le puede achacar la derrota a la candidata, toda vez que ha sido la opción que más votos ha aglutinado en la historia de ese amplio y heterogéneo sector político, hoy llamado progresismo.
Las lecturas al respecto pueden ser tan variadas como interesantes, pero nosotros nos abocaremos a entregar algunos antecedentes históricos, para comprender cómo el escenario político nacional ha mutado radicalmente, a raíz de la disposición de sus actores.
I
Hasta hace no muchos años, los actores presentes en el escenario político habían sido aquellos legados por el pacto transicional que gobernó Chile en clave binominal, hasta entrada la primera década del siglo XXI. Por una parte, estaba la Concertación, articulada por sus dos grandes partidos: la Democracia Cristiana (PDC) y el Partido Socialista (PS), en alianza con el Partido Por la Democracia (PPD) y el Partido Radical Socialdemócrata (PRSD). Por la otra, la derecha heredera del régimen de Pinochet, nucleada en torno a la Unión Demócrata Independiente (UDI) y Renovación Nacional (RN)[1]. Los dos grandes actores del Chile de los años 90, a los que se debe sumar la entonces conocida como izquierda extraparlamentaria, cuyo principal referente fue el Partido Comunista de Chile (PCCh).
Estos fueron los años del consenso neoliberal y la legitimación ideológica de los cambios en el patrón de acumulación producido por las reformas de la dictadura. Tras la derrota de la estrategia insurreccional contra el régimen del general Pinochet, encabezada por la izquierda (PCCh y PS) y el viraje masivo del Partido Socialista hacia una alianza con la Democracia Cristiana y su apuesta por la transición pactada, el movimiento popular –que articulaba movimientos de pobladores, estudiantes y sindicatos– quedó fuera de escena.
Los actores dominantes ya referidos centraron su disputa en torno a las violaciones a los Derechos Humanos durante la última dictadura, mientras se profundizaba el modelo heredado por la misma: privatización del agua, de los nuevos yacimientos de cobre, desmantelamiento de la educación pública y un largo etcétera en un escenario general de acumulación por desposesión, iniciado cuando los Chicago Boys asumieron la dirección de la economía nacional en 1975.
II
La primera gran crisis del pacto transicional tuvo lugar en 2006. Fue una crisis cuyos antecedentes lógicos están en las políticas de desposesión de la dictadura, pero fue hija legítima del pacto transicional, en circunstancias que no fueron los históricos movimientos de pobladores, ni sindicales, los que la protagonizaron; sino estudiantes secundarios del sistema público, nacidos en democracia, criados en democracia y abandonados por la democracia. El liderazgo lo tomaron en aquel entonces el Partido Comunista y el Partido Socialista, mediante las orgánicas del movimiento estudiantil.
La eficacia de las movilizaciones fue considerable. Su principal medida de presión fueron las tomas y las marchas, logrando un amplio apoyo de la ciudadanía, pero además hiriendo de muerte a la retórica del progreso que legitimó al duopolio político de la transición pactada. De ahí en más, los reclamos ciudadanos tomaron fuerza en distintos ámbitos y la fantasía del desarrollo se alejó cada vez más de la gente.
Los estudiantes y el gobierno de Michelle Bachelet llegaron a un acuerdo en 2006, pero en 2008 ese acuerdo fue negociado con la derecha, alcanzando un consenso general entre los partidos de la transición, en resguardo y defensa del modelo. No fue este el único caso, pero sí el más paradigmático. El pacto transicional protegió el patrón de acumulación, aun a costa de sí mismo, mostrando el contenido de clase de la democracia.
El país volvió a vivir fuertes movilizaciones y los partidos de gobierno enfrentaron las primeras escisiones relevantes. El Partido Socialista sufrió la fractura más grande y de sus filas salió el MAS, encabezado por el latinoamericanista Alejandro Navarro; el Partido Socialista Allendista, encabezado por Jorge Arrate, que terminó siendo candidato por el Partido Comunista; y el PRO, liderado por Marco Enríquez-Ominami, que también fue como candidato presidencial irrumpiendo con un 20% de las preferencias, al que hay que sumar el 6% obtenido por Arrate. Un fraccionamiento y pérdida de control sobre los actores, que terminó por entregarle el gobierno a la derecha en 2010. Fue este el primer reordenamiento de partidos, aunque los núcleos de influencia los conservó la vieja guardia transicional.
III
Por primera vez desde 1990, el gobierno nacional había cambiado de signo y ahora era presidido por un partido (RN) que formó parte del régimen militar, con el multimillonario Sebastián Piñera a la cabeza. Con la Concertación fuera del poder, se terminó la necesidad de sus partidos de cooptar la movilización social y tuvo lugar un nuevo ciclo de protestas, con los estudiantes universitarios como protagonistas, aunque los secundarios se plegaron con tanta fuerza como en 2006.
A pesar de que el Partido Socialista ya no tenía compromisos de gobierno, el desgaste de sus vínculos orgánicos con el movimiento popular fue tal, que no pudo asumir la dirección de las movilizaciones (como en 2006) y emergieron con fuerza desde la arena social el fénix comunista y una serie de orgánicas estudiantiles que fueron la prefiguración del actual Frente Amplio, principalmente la Izquierda Autónoma (IA), de la que se desprendió el Movimiento Autonomista (MA) y la Nueva Acción Universitaria (NAU), que evolucionaría como Revolución Democrática (RD).
Fueron los años del “no al lucro” y el derrumbe de la legitimidad ideológica del neoliberalismo –que permite hacer negocios con las necesidades básicas de la población– fraguada en la década de 1990. La victoria a nivel cultural de la joven izquierda fue innegable, pero no tuvo la fuerza para traducirse en la construcción de un nuevo referente político, aunque sí para forzar la ampliación del arco de alianza de la Concertación y sumar al Partido Comunista y a Revolución Democrática a un nuevo pacto de gobierno: la Nueva Mayoría, que se impuso con un 62% de las preferencias en 2013, abriendo el segundo periodo de Michelle Bachelet.
El gobierno de la Nueva Mayoría no pudo pasar a la historia de otra manera que como un gobierno confuso y contradictorio. El Partido Socialista retomó el control del Gobierno con las banderas levantadas por los movimientos sociales y sumó a su expresión orgánica más importante: el Partido Comunista. Pero una vez en La Moneda, los movimientos sociales pasaron de ser una fuerza con la cual gobernar, a un problema que administrar, sobre todo el movimiento popular. Fue un gobierno de reformas para el movimiento popular, sin el movimiento popular.
De esas reformas, la más importante para lo que nos convoca fue la Reforma Constitucional que reemplazó el Sistema Binominal por el Sistema Proporcional en las elecciones parlamentarias, abriendo el espacio para un nuevo reordenamiento de partidos en las elecciones de 2017, con el ingreso de veinte diputados y diputadas del Frente Amplio y ocho comunistas. A pesar de que ese año la presidencial la volvió a ganar la derecha y que el pacto de la derecha transicional (Chile Vamos) obtuvo la mayor cantidad de escaños, el mapa político ya era definitivamente otro, había irrumpido la izquierda que por años encabezó la movilización social.
IV
Esta nueva configuración, que reeditó los tres tercios del parlamento pre 1973, que integraba a la izquierda al parlamento, junto al centro político (Concertación) y la derecha transicional (UDI-RN), debió haber traído una mayor gobernabilidad al país, toda vez que la expresión política que encabezaba la movilización social ahora tenía representación parlamentaria. Sin embargo, sucedió lo contrario. La parlamentarización del Frente Amplio y la enorme demanda burocrática que significó para las orgánicas, hizo que el grueso de sus mejores cuadros abandonara la sociedad civil para pasar a la política institucional, dejando sin dirección al movimiento popular.
La primera muestra de esta deriva fue el conocido Mayo Feminista de 2018, que tuvo como epicentro nuevamente a las universidades, cuya fisionomía fue la antesala del conocido Estallido Social de 2019: sensación de un malestar generalizado, sin demandas específicas, ni liderazgos claros, a los que los partidos de izquierda se sumaron como vagón de cola, no como la vanguardia que habían sido en el ciclo de protestas iniciado en 2006 y continuado en 2011.
El Estallido Social de 2019 no logró tener una canalización institucional, prueba de ello es el acuerdo de noviembre del mismo año, donde todo el espectro político firmó una salida pactada al conflicto sin ninguno de los actores sociales que protagonizaron el conflicto. Lo anterior se vio agravado por la creciente desvinculación de la sociedad civil con los procesos electorales, que generó una burbuja ideológica que terminó por revelar no solo la desvinculación que se produjo entre el movimiento popular y la izquierda tras 2017, sino la desvinculación de la izquierda con el mundo popular, que es mucho más amplio que el movimiento popular.
Ese mismo año, ante lo que se leyó como una “izquierdización” del país que estaba arrastrando a la derecha transicional, se provocó la primera escisión significativa de la derecha, que dio origen al Partido Republicano, que se anidó culturalmente en los segmentos más conservadores del país que se sentían traicionados por la derecha transicional.
El eco de las protestas de 2019 alcanzó para un aplastante triunfo a favor de una nueva constitución (78%) en 2020, para una derrota bochornosa de la derecha en la Convención Constitucional donde apenas alcanzó un 23% de los escaños en 2021 y para la victoria de Gabriel Boric, también en 2021, con un 56%. Sin embargo, en 2020 la participación fue de solo un 51%, en la elección de convencionales fue de un 43% y para la presidencial de un 56%.
Este último proceso electoral fue clave en la reconfiguración del mapa político, pues fue la primera elección donde resultaron derrotados todos los partidos de la política transicional. La derecha llegó a la segunda vuelta liderada por el Partido Republicano y la otrora Concertación se cuadró tras el Frente Amplio y el Partido Comunista: el movimiento hacia el centro transitó hacia los extremos del escenario rápidamente ante la coyuntura electoral.
Al inicio del gobierno del Frente Amplio, que coincidió con el grueso del funcionamiento de la Convención Constitucional, la reacción de la derecha liderada por el Partido Republicano fue enérgica; la censura discursiva que había impuesto el progresismo para blindar los valores “woke” fue rota a la fuerza por grupos de ultraderecha dedicados a ampliar el margen de lo “decible” en el discurso público, que reivindicaron retóricamente lo más despiadado del reaccionarismo pinochetista y revelaron el distanciamiento progresista de los discursos universalistas y de clase.
El sinceramiento del escenario vendría en 2022, con el plebiscito para aprobar o rechazar el Proyecto Constitucional: la primera elección con voto obligatorio. La ciudadanía se inclinó en un 62% por la opción Rechazo, reflejando dos cosas, primero, la burbuja ya señalada que encapsuló a la izquierda en discursos identitarios, tras abandonar la dirección de las movilizaciones sociales en 2017 y, segundo, que la derecha radical logró un arraigo profundo en el sentido común de la población.
El gobierno del Frente Amplio y el Partido Comunista, que tempranamente sumó al Partido Socialista y al Partido Por la Democracia –aislando hasta su casi desaparición a la Democracia Cristiana– vivió una larga agonía tras la derrota constitucional y el crecimiento del Partido Republicano, que al verse con posibilidades de gobernar suavizó su discurso, generó la escisión de su ala más extrema que formó el Partido Nacional Libertario en 2024.
Fue así como se llegó a esta última elección presidencial. La antigua Concertación, sin la Democracia Cristiana, fue a una primaria junto a la otrora izquierda extraparlamentaria, donde venció el Partido Comunista con una amplia mayoría. Por la vereda del frente estuvo la derecha en tres facciones, que confluyeron en una segunda vuelta bajo el liderazgo del Partido Republicano, con un partido de extrema derecha (PNL) que irrumpió con el 14%, superando los partidos de la derecha transicional que obtuvieron solo un 12%.
De esta manera se ha reconfigurado el mapa político nacional, dejando atrás a los partidos del pacto de transición, que se han visto forzados a redefinir alianzas con tal de sobrevivir entre una convulsa sociedad civil. Sin embargo, hay que tener cuidado, el hecho de que los principales actores políticos hoy sean la antigua izquierda extraparlamentaria y la nueva derecha radical, no acusa tanto la polarización política, como la derechización de todo el escenario, donde los actores de izquierda reivindican las ideas del antiguo centro político, que hoy se corrió a la derecha transicional: la verdad del 42% del Partido Comunista, es la derechización de todo el espectro, pero es materia de otro artículo.
Jamadier Esteban Uribe Muñoz (Chile) es psicólogo y analista político, Dr. en Psicología por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso y Dr. en Historia por la Universidad Nacional de La Plata, con formación de posgrado en Guerra Psicológica. Actualmente se desempeña como docente en la Universidad de Los Lagos. Autor de diversos artículos académicos y de los libros Identidad, Enajenación y Cultura (2021) y Dialécticas de la identidad (2026).
[1] Habrá que constatar, en todo caso, que este esquema contempla solo a las principales fuerzas políticas del periodo, pues ambos pactos en su origen tuvieron a varios partidos de menor tamaño que, o bien fueron absorbidos, como el Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU), en el caso de la Concertación, o Democracia Radical, en el caso de la derecha; o bien tomaron un camino propio, como el Partido Humanista, que originalmente estuvo dentro de la Concertación para luego aliarse con el Partido Comunista.