Por Marcelina Romero
Modificar una constitución no es algo que suceda todos los días. La carta magna de los países es en gran medida el eje del desarrollo y el bienestar de los pueblos, o al menos, así debería ser. Claro está, que el derecho no es una simple elaboración intelectual, no es letra muerta que permanece en el tiempo y revive ante aplausos de académicos involucrados con el poder judicial o, en el peor de los casos, con el poder de turno; debe contemplar el bien de mayorías y minorías; debe tener sus raíces bien profundas, metidas en las sociedades, en su historia, en su geografía. Quizás por este motivo, no resulta de utilidad real copiar modelos que provienen de países europeos o norteamericanos.
Hace ya más de doscientos años, después de los procesos de independencia, que las constituciones latinoamericanas se “basan en” modelos extranjeros -United States Constitution (1787), Constitución española (1812), Carta Constitucional de Francia (1814)-.
En los últimos veinticinco años, América Latina abrió enérgicamente un espacio fundamental en la construcción de nuevas constituciones, más democráticas más progresistas y plurinacionales. Indudablemente, Latinoamérica reaccionó así a un pasado en el que se vulneraron los derechos humanos; en el proceso de transición desde regímenes autoritarios, sembró una expansión en materia de derechos y garantías individuales: proteger la identidad de las personas y su privacidad, su derecho a la información, los derechos del consumidor y, como necesidad urgente y tardía, las protecciones por razones de género, religión y raza.
Las constituciones son documentos fundacionales, el suelo firme sobre el que camina -y a veces baila- la política; un suelo donde la ciudadanía puede vivir, planificar y disfrutar de la vida con la sensación de previsibilidad y perdurabilidad que conduce al desarrollo y la prosperidad. No se trata entonces, de hacer un injerto sobre estructuras que poseen distintos principios.
Entre 1978 y 2008, se engendraron numerosas reformas constitucionales y quince constituciones. La premisa: fortalecer los derechos individuales y colectivos, y que esa solidez genere nuevas vías para la participación ciudadana. Algunas lograron que esa tendencia perdure en la cotidianidad. Quizás se torna apremiante ir a los cimientos de las instituciones, pero para eso, deberíamos acudir a expertos en el tema que desglosen uno por uno los valores que rigen nuestras constituciones. Por ahora, es una tarea pendiente.
América Latina precisa un corazón jurídico distinto, uno que palpite al ritmo de los pueblos originarios, de la participación ciudadana en las decisiones de gobierno, de los beneficios de la educación.
El cambio se corresponderá con las demandas de la ciudadanía, donde prevalezca un horizonte trazado por la democracia y sus valores: justicia, libertad, igualdad y, por supuesto, la paz. Con estas premisas (exigencias), el progreso será un hecho y no una promesa.
Quizás este artículo suene esperanzador y épico. Sin embargo, todo lo que sucede detrás de la modificación de una Carta Magna proviene de largas luchas sociales y una atmósfera política que gira entre tornados y tormentas.
En Chile, la lucha por una nueva constitución ha sido extensa. La Constitución vigente -llamada también constitución Pinochet (1979-1990)-, fue aprobada en 1980; chilenos y chilenas le atribuyen las peores consecuencias sociales, políticas y económicas. La Carta Magna que rige Chile tuvo un padre intelectual, Jaime Guzmán, quien jugó un papel fundamental durante la dictadura de Augusto Pinochet, quien plasmó su mirada conservadora del mundo, quien supo encontrar una especie de candado para evitar cambios futuros, y quien en 1979 aseguró que “la Constitución debe procurar que si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque el margen de alternativas que la cancha les imponga a quienes juegan en ella sea lo suficientemente reducido como para hacer extremadamente difícil lo contrario”. Y eso efectivamente funcionó durante todos estos años. Su expresión “los únicos derechos absolutos son los de Dios” sirve de muestra para comprender sobre qué cimientos se construyó lo que hoy es la carta magna Chile. ¿Alguien pone en duda que las normas deben emerger de un proceso de discusión democrático?
Las movilizaciones expresaron una y otra vez su descontento; la voz del pueblo expresó quejas en contra de la carta magna actual, porque consagra un sistema económico que está muy lejos de proporcionar los servicios básicos a la ciudadanía, por ejemplo, atención médica y pensiones dignas para millones de chilenos y chilenas. A partir del 18 de octubre de 2019, las masivas protestas estallaron en reclamo de una mayor igualdad social.
Nadie desconoce que el movimiento estudiantil de 2019 fue el sector más aguerrido. Por supuesto, también lo fueron los adultos mayores, aquellos que con su trabajo ofrendaron al país sus mejores años, y quienes junto a los estudiantes, reclamaban buenas prestaciones de salud y pensiones de seguridad social dignas. Es decir, los extremos generacionales unidos ante un objetivo común: redactar una nueva Constitución que los represente.
Numerosos sectores de la comunidad, organizados e integrados a través de las redes sociales, se sumaron al reclamo. Una muchedumbre que reclama los mismos derechos: gratuidad de la educación en sus diferentes niveles, acceso asistencial a la vivienda e higiene, temas de identidad de género, matrimonio igualitario y acceso al derecho de las mujeres de decidir sobre su cuerpo.
Luego de esa petición social se llegó a un acuerdo político: la redacción de la Constitución se hará de manera colectiva.
En el plebiscito del 25 de octubre de 2020, el 79% de la población aprobó la redacción de una nueva Carta Magna. Un logro más del feminismo en la región, las mujeres fueron la punta de lanza de los movimientos sociales. Es la primera vez a nivel mundial que un órgano constituyente está compuesto paritariamente (77 mujeres – 78 hombres); además, es la primera vez que una convención posee tantos escaños reservados para pueblos indígenas: 17 de los 155, de diez pueblos originarios.
De las 17.076.076 personas que en el Censo 2017 respondieron la pregunta sobre identificación con un pueblo originario, 12,8% se consideraron pertenecientes al pueblo indígena, y por fin ese porcentaje de la población tendrá voz y voto en la redacción de la Carta Magna del Estado de Chile. Quienes dudan de esta información pueden recurrir a la ley 19.253, donde se reconoce la existencia de nueve pueblos indígenas: aymara, quechua, atacameño, colla y diaguita en el norte del país; mapuche, kaweshkar o alacalufe y yámana o yágan en el sur, y rapa nui de la Isla de Pascua, en Chile insular, para terminar de pintar el mapa del territorio chileno.
“Por primera vez, las naciones originarias hemos sido convocadas en Chile a redactar una Constitución” dice con orgullo la mapuche Elisa Loncón, originaria de la comunidad mapuche Lefweluan y presidenta de la Convención Constitucional, elegida con el voto de 96 de los 155 integrantes del órgano. Claramente, Chile tiene una deuda con los pueblos originarios y quizás, con esta nueva Constitución, se pueda subsanar tanta ausencia.
Si realizamos un paneo en la Patria Grande, la gran mayoría de las constituciones mencionaron a los pueblos indígenas y, como hemos aprendido, lo que se nombra existe. Aunque en algunos casos, esas referencias sean deficientes o negativas, lo importante es que estén consideradas en su texto. Algunas constituciones los llamaron “habitantes nativos”, otras “poblaciones indígenas” o simple y erróneamente “indios”. En algunos casos se los menciona para integrarlos; en otros, para civilizarlos, evangelizarlos, educarlos… sin embargo, en el caso de Chile sorprende la indiferencia absoluta con sus pueblos originarios, dado que directamente no se los nombra. Chile no menciona a sus pueblos indígenas desde su independencia, tampoco lo hizo en sus siete constituciones. Hoy, dicho proceso aspira a saldar una deuda histórica.
Para mediados de 2022, la sociedad chilena vivirá un nuevo plebiscito que aprobará o rechazará la nueva Constitución. La duración del Órgano Constituyente será de nueve meses, prorrogables a tres por única vez, hasta culminar la tarea de plasmar en la nueva Carta Magna los valores de la ciudadanía chilena.
Los constituyentes debaten y confronta ideas; en el orden político, Chile se encuentra fracturado, dividido. Por lo que denotan las redes sociales y sus conversaciones, la ciudadanía activa sigue defendiendo posiciones antagónicas. La paz más sólida es la que se edifica sobre la justicia social, eso no cabe duda, ¿o sí?. El pueblo chileno unido exige una alta conciencia política.
La reciente renuncia del constituyente y vicepresidente adjunto Rodrigo Rojas Vade provocó desazón y enojo. Rojas fue una de las figuras clave de las protestas de 2019, habiendo construido su campaña política sobre la base de un cáncer que jamás existió; esto pone de manifiesto lo inescrupulosos que pueden ser algunos personajes que aparecen en la escena política levantando la bandera del pueblo mientras esconden intereses individuales.
Quienes forman parte de la Convención Constitucional, órgano encargado de redactar la nueva Constitución de Chile, reanudan el camino hacia los objetivos señalados una y otra vez, aunque los medios realizan sus jugadas. La Convención Constitucional hace todo lo posible para llevar a cabo la tarea encomendada por el pueblo, mientras el movimiento popular mira de reojo a la clase dominante que se esmera por no ceder ni un centímetro sus privilegios.
La Convención busca zonas de coincidencia más allá de la confrontación para ir avanzando hacia los consensos indispensables para redactar lo que será la piedra fundamental de Chile.
El pueblo sabe que solo la voluntad política puede garantizar la “equidad social” asignando recursos para financiarla, universalizándola; de otro modo, cualquier logro se limitará a una mera prestación.
Claro que las constituciones no pueden corregir los problemas de salud ni los problemas de pensiones si no van acompañadas por políticas públicas diseñadas, implementadas y sostenidas en el tiempo.
La nueva Constitución no debe ser utilizada como bandera electoral, se requiere solvencia técnica, alto consenso social y político, dotándola de mayor eficacia jurídica.
La única salvación posible es la reconstrucción de las instituciones. Para que un proyecto nacional sea sólido debe estar erguido sobre los pilares de una construcción colectiva, y Chile está en camino de crear una sociedad más justa y más plena.
*Witrampange tami dungu – Alza tus voces. (Mapudungun, la lengua mapuche)
Marcelina Romero (Argentina) es consultora política y Comunicadora feminista reside en Estados Unidos, corresponsal de medios nacionales e internacionales. Máster en Comunicación Política y Gobernanza Estratégica, George Washington University, miembro de la Red de Politólogas. Fundadora Radio Radar U.S.
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