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El bochornoso periplo constitucional chileno

Por Jamadier Esteban Uribe Muñoz

Un periplo, dice la Real Academia de la Lengua Española, es un viaje que, por lo general, termina en su punto de partida. Chile, el 17 de diciembre pasado, terminó un largo periplo constituyente, que se inició en 2019 como una respuesta institucional ante las masivas y prolongadas protestas que tuvieron lugar desde el 18 de octubre en adelante, en todo el territorio nacional y que terminó con la ratificación, por voto popular, de la Constitución de 1980, creada bajo el régimen del general Pinochet.

Habiéndose anunciado el cierre de este macro proceso, tanto desde el gobierno del presidente Gabriel Boric, como desde la oposición, y a solicitud del comité editorial de la revista, lo que intentaré hacer en las páginas que siguen es una breve síntesis retrospectiva, para esbozar el marco de la prospectiva política chilena. Para ello, intentaré analizar los procesos que subyacieron a los principales hitos y ver cómo se movieron las fuerzas políticas, para llegar allí, donde mismo habían partido.

El momento cero. Coordenadas políticas transicionales

Así como no se puede hablar del proceso constituyente, sin referirse al Estallido Social de 2019, tampoco se puede hablar del Estallido, sin referirse al ciclo político transicional que modeló la fisonomía de las protestas, en su dispersión, pluralidad y ausencia orgánica. Tres características que le dan una especial singularidad al evento, al menos en la historia de Chile.

¿Quién estuvo detrás del Estallido? Todos, o quizás, nadie. ¿Quién condujo el Estallido? Nadie, sin lugar a dudas, nadie; y es esta la hebra que se debe tirar para desenmarañar el peculiar record que ostenta el país, al ser el único en el mundo que ha tenido dos procesos constituyentes consecutivamente fracasados.

En el origen de este rotundo “nadie”, está la dictadura del general Pinochet y las transformaciones que introdujo el neoliberalismo en la estructura social, eliminado los espacios objetivos de articulación de masas. Digo objetivos, con la fuerza que la palabra conlleva, porque el desarme de la colectivización en Chile no fue solo un problema de conciencia, sino de las condiciones de posibilidad de esa conciencia.

La dictadura con su liberalización extrema de los lazos contractuales del proletariado y la eliminación del campesinado, lo que hizo fue destruir las instancias básicas de organización social, los espacios comunes, que son necesariamente previos a la colectivización, lo que redundó en que las orgánicas partidarias, que habían tenido sus orígenes en aquellos nichos de acción colectiva, quedaran algo así como flotando en la historia; lo que marcó el tránsito de la izquierda desde los partidos de masa a los partidos profesionales.

Entre esas coordenadas, se jugó la política transicional a partir de los años 90: partidos que se representaban a sí mismos, sin vinculación orgánica con la base social, que desplegaron su actuar más como agencias de marketing, cazadoras de votos, que como vanguardias de deliberación; salvo la derecha –por supuesto– cuyos vínculos orgánicos con el empresariado son justos y evidentes.

Organización y rebelión en los años 10

La profesionalización de la política y su relativa separación de la sociedad civil, generó una institucionalidad ciega a las dinámicas que se desarrollaban más allá de sus fronteras, volviéndose incapaz de procesar el malestar que creció en la medida que el sistema político no cumplió con las promesas de desarrollo que articularon el discurso público en las décadas de los 90 y del 2000.

La separación de las orgánicas políticas por un lado y el creciente malestar social por el otro, dieron lugar para que, a comienzos de los años 10, el viejo Partido Comunista que había quedado fuera del pacto transicional de la élites y nuevas orgánicas, como la Izquierda Autónoma (heredera de La Zurda de los años 90) y la Nueva Acción Universitaria (base de Revolución Democrática), comenzaran a tomar fuerza al interior de movimientos sociales de nuevo cuño, articulados a partir de la precariedad de los estratos medios.

Principal fue el movimiento estudiantil, que en 2011 elevó a líderes como Camila Vallejo y Giorgio Jackson, y que en 2012 fue encabezado por el actual presidente de la República, Gabriel Boric; pero también alcanzaron gran notoriedad el movimiento No Más AFP e importantes reivindicaciones a nivel territorial, en torno a conflictos socioambientales (Freirina, Chiloé, Quinteros, entre otros) y etno-nacionales, sobre todo en territorio Mapuche.

El 2011 hirió de muerte la legitimidad del modelo de desarrollo chileno, levantando la bandera de “no al lucro”, que comenzó en educación, pero que se extendió rápidamente hacia salud y demás derechos sociales y, junto con ello, habilitó la irrupción de nuevas fuerzas políticas en la arena institucional.

En 2014, el segundo gobierno de Michelle Bachelet integró a la antigua Concertación de Partidos por la Democracia –coalición que articuló la transición– al Partido Comunista y a Revolución Democrática, fuerza dirigida por Giorgio Jackson y en 2017, el Frente Amplio, alianza que congregó a gran parte de las orgánicas estudiantiles, llegó al Congreso con veintiún parlamentarios y el Partido Comunista con ocho.

Este avance de las fuerzas antineoliberales fue paradojal. Por una parte, fue una victoria, en tanto lograron capitalizar el malestar y encauzarlo políticamente, pero por otro, les implicó un desafío que no pudieron franquear; y es que, ni el Partido Comunista, ni el Frente Amplio, tuvieron la capacidad de estar simultánea y diligentemente en la calle y en las instituciones, generando un vacío de poder y de dirección en las organizaciones de la sociedad civil, que fue llenado de manera desordenada por diversas agendas identitarias, sin una dirección política clara.

El malestar continuó creciendo y el gobierno del presidente Sebastián Piñera, con sus recetas neoliberales, hizo de lo suyo para procurar que su crecimiento se acelere. Pero ahora, el malestar ya no tenía una esperanza de cauce institucional.

El Estallido de octubre y el primer fracaso constituyente

El malestar creció hasta que, en 2019, las protestas estudiantiles por el alza del pasaje del metro tren en Santiago, terminaron en 48 horas con un Estado de Excepción Constitucional de Emergencia, que puso a las Fuerzas Armadas a cargo del orden público de todo el país.

Aún es difícil decir a ciencia cierta qué fue lo que catalizó de esa forma las movilizaciones, pero hay sí algunas cosas claras. La primera de ellas, es que no se ha identificado ninguna orgánica de coordinación significativa que haya convocado a la gente; fue más bien un suceso espontáneo, pero no de masas, sino de individuos. Lo segundo, es que no pudo ser dirigido por ninguno de los partidos que ahora estaban en el parlamento. Y lo tercero, y fundamental, es que nunca hubo algo así como “una demanda”.

Las orgánicas de izquierda que procedían de las luchas sociales, superadas por la movilización, intentaron dar cauce sin éxito a la energía liberada en los espacios públicos e instalaron desde arriba, la necesidad de una salida constituyente, haciendo caso omiso a las experiencias latinoamericanas que nos dicen que las constituyentes son para “abrochar” luchas por la hegemonía, no para iniciarlas, ni desarrollarlas.

Las protestas siguieron creciendo y el gobierno de Piñera, arrinconado, el 25 de noviembre generó un amplio pacto para llamar a una Convención Constitucional, con el apoyo de buena parte del Frente Amplio. Un intento por dar una salida institucional a la crisis que, evidentemente, no resultó.

La izquierda, al no poder dar conducción al malestar expresado, decidió acoplarse a él y bregó por abrir la Convención a un sin número de independientes y movimientos identitarios (feministas, ecologistas, indigenistas, animalistas, etc.), que no lograron, ni pretendieron cuajar un programa común. La dispersión del Estallido se instaló en la Convención y en la discusión pública, en un triste espectáculo donde cada grupo se hablaba a sí mismo, mientras la derecha se dedicó a hablarle a la ciudadanía que, una vez habiendo terminado las protestas, ya había vuelto a una vida “normal” y recuperado su natural apatía por el desorden.

El resultado es conocido, ya con el presidente Boric en el poder, solo un 38% estuvo por aprobar el texto, un rotundo 62% lo rechazó.

De la derrota constituyente al triunfo de la Constitución del 80

Aún no termina de quedar claro qué fue lo que animó al gobierno a impulsar un nuevo proceso constituyente, aún sin haberse recuperado de la derrota, pero lo cierto es que esta vez impulsaron una negociación que fue desde la Unión Demócrata Independiente (UDI), el partido más a la derecha de la política transicional, hasta el Partido Comunista, el partido más a la izquierda de la política transicional.

La izquierda negoció como se negocia después de una derrota: entregó todo, con tal de salvar un par de adjetivos, como el de “Estado Social”, cuando en las bases constitucionales que acordaron para redactar la nueva constitución, no había nada que sostenga un Estado Social. Se optó por un Comité de Expertos, que redactaría un borrador inicial, sobre el que intervendrían con posterioridad consejeros electos.

El resultado de la elección del ahora Consejo Constitucional, fue una apabullante victoria del Partido Republicano, que se ubica a la derecha de la UDI, que no participó del pacto de este segundo proceso constitucional y que no quería cambiar la Constitución del 80. El Partido Republicano logró 23 de los de los 51 escaños, y la derecha en su conjunto 34. Las mayorías se hicieron valer y del proceso, iniciado y alentado por el gobierno de izquierda, salió un texto constitucional más a la derecha que el de la Constitución del 80.

La salvación para el gobierno, vino, en todo caso, de lo que me permito leer como soberbia republicana. Lo que quedaba claro y lo que queda claro, sobre todo después de la votación del 17 de diciembre, es que el momento destituyente que inició el Estallido, no ha logrado cuajar en un referente constituyente. Ninguna fuerza política fue capaz de leer que lo que importaba era decir que no, rechazar o votar en contra; pues es ese el campo semántico en que razona la energía destituyente.

En esta última pasada el error vino desde la derecha, que, sin querer cambiar la Constitución del 80, quiso hacer valer una mayoría circunstancial y le regaló a la izquierda la opción “en contra”, que fuera para quien fuera, corría esta carrera con una estrella en la frente. Se cerró así el periplo constitucional chileno, con la izquierda defendiendo la Constitución del 80 y la derecha perdiendo una elección de una manera muy particular: siendo derrotada en las urnas, pero haciendo triunfar de igual forma su proyecto histórico.

Lo que viene para Chile, es lo que está: instituciones vaciadas de legitimidad y una ciudadanía que dice que no, porque ya no cree en el poder de un sí. He ahí, también el desafío.

Jamadier Esteban Uribe Muñoz (Chile) es psicólogo y analista político, Dr. © en Psicología por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso y Dr. © en Historia por la Universidad Nacional de La Plata, con formación de posgrado en Guerra Psicológica y Análisis de Coyuntura. Se ha desempeñado como docente universitario en las cátedras de Antropología y Psicología Social en la PUCV, como asesor del Senado de la República de Chile entre 2014 y 2022. Autor de diversos artículos académicos y del libro Identidad, Enajenación y Cultura.

E-mail: jaes.urmu@gmail.com

X: @jamadieruribe

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