Crisis del relato de izquierda frente al nuevo régimen de desigualdades múltiples de François Dubet

Por Francisco Córdova Echeverría

La percepción de los individuos sobre la injusticia social ha cambiado. Las desigualdades y las discriminaciones en el actual neoliberalismo ya no se basan en sentidos colectivistas como fue la clase social. El discurso político de la izquierda tiene un urgente desafío frente a un nuevo régimen de desigualdades múltiples. 

El relato político de la izquierda socialista del siglo XX ha sufrido una serie de movimientos en sus ejes y conceptos que seguramente han influido en los cambios políticos de las últimas décadas, donde el avance de extremas derechas más o menos populistas y bastante antidemocráticas pareciera ser una constante globalizada en occidente, tanto en países centrales como periféricos. 

Ensayo acá la idea de que las transformaciones que dan cuenta de un “sujeto neoliberalizado” en una sociedad capitalista que estructuralmente atomiza y aliena brutalmente en su expresión neoliberal, han empujado a una adaptación del discurso político de la izquierda, vaciándolo de contenido ideológico colectivista para ajustarse a las “experiencias vividas” individuales que bien describe Fukuyama en su libro Identidad. Esto, considerando la transformación de la percepción de la desigualdad que se experimenta en las actuales sociedades capitalistas desarrolladas.

Esto último refiere al fenómeno de la transformación en el régimen de las desigualdades que nos aporta Francois Dubet en su ensayo La época de las pasiones tristes (2021) y que en su Introducción sentencia: “La cuestión social, que aportaba un marco a nuestras representaciones de la justicia, parece disolverse en las categorías de identidad, nacionalismo y miedo”, haciendo alusión a que la discursividad e identidad política colectiva de clases y de sentido compartido pierde presencia y es reemplazada por otras dimensiones, que creo, son no muy cercanas a los elementos conceptuales de las izquierdas socialistas, es decir, como que le son ajenas para sus habitus de recursos discursivos/ideológicos amasados durante el siglo XX.

La modernidad trajo consigo un nuevo orden social, ya no de castas que dependan del linaje sanguíneo, de la fuerza bruta y poderes religiosos, sino de clases. La sociedad humana bajo el capitalismo se estratifica según el capital de cada quien. Algunos solo tenían por capital su fuerza muscular y/o su inteligencia, otros eran quienes poseían, principalmente mediante el despojo, los medios de producción y las tierras. El vaciado del campo de campesinos, que pasaron a llamarse “mano de obra” una vez migrados/as a la ciudad, quedaron enmarcados en una identidad colectiva que conceptualmente Marx llamó, usando el antiguo término griego, proletariado, creándose no solo una categoría económica de clase sino también una forma de conciencia colectiva que generaba una identidad por fuera de la experiencia subjetiva de cada individuo, pero que hoy nos dice Dubet, en la medida que los sujetos se sienten más libres y por tanto responsables de sus propias vidas, las desigualdades que les afectan responderían esencialmente a una dificultad o incapacidad personal, así: “[…]su multiplicación y su individualización [del régimen de desigualdades] amplían el espacio de las comparaciones y se acentúa la tendencia a evaluarse respecto de quiénes están más cerca de uno mismo, lo que es ajeno a grandes relatos “capaces de darle sentido, señalar sus causas y sus responsables, y esbozar proyectos para combatirlas”. 

Este proceso está en constante movimiento. Dejamos de usar términos como clases sociales, estructura, explotación y estratificación funcional, y hoy en día hablamos de desigualdades, en plural, nos dice Dubet. Por otra parte, y mientras tanto, se hacen más masivos y homogéneos los modos de vida y por ello se exacerban los procesos de distinción “cuando la posición social se expone sin cesar a través del consumo”, pero sin moverse de su clase social. Por su parte, “las clases altas buscan continuamente los signos de su distinción, mientras que las clases bajas tratan de apropiárselo”. 

En ese marco, “donde el régimen de desigualdades múltiples no es una crisis […] sino un rasgo estructural de nuestras sociedades”, se generarían trastornos en la representación política pues la existencia de una clase social (y de su discurso me atrevo a agregar) nos dice el sociólogo francés, exige movimientos, partidos y electores de clase, y lo que hoy se sufre es una falta de convergencia en las luchas, es más, “resulta difícil interpretar el voto como la expresión de una conciencia de clase”, en tanto la palabra “clase” sería solo un marcador político.

De manera hipotética pienso que esto se vio reflejado en el fracaso de la Convención Constitucional en Chile. 

A modo de encuadre, recordar que en octubre de 2019 se produce un “estallido social” durante el gobierno neoliberal del multimillonario Sebastián Piñera, lo que derivó en un acuerdo transversal “por arriba” de canalizar la amplia diversidad de demandas puestas vía presión callejera, a través de un proceso constituyente asambleario. Las múltiples identidades tanto activistas como de militancia ideológica no partidista triunfaron electoralmente en la elección para los escaños de la Convención Constitucional, a tal punto que superaron en número a las y los representantes de los partidos políticos. Como nunca en nuestra historia tal nivel de diversidad “plebeya”, sin control de partidos o de la influencia económica de la oligarquía, tenía poder de decisión y ventaja en ello.

El texto final de propuesta constitucional donde se impuso esta base de pluralidad progresista-identitaria, representada bajo propuestas estructurales que cambiaban de fondo el poder institucional chileno y su relación con los poderes fácticos oligárquicos, fue sorprendente y rotundamente rechazado por el 60% de la población en un plebiscito nacional (2022). El impacto de esta derrota de “las izquierdas” fue mayor.

La multiplicidad de identidades de movilización sociopolítica: ambientalistas, regionalistas, de pueblos originarios, feministas y de diversidad sexual, animalistas y hasta de neurodivergencias, entre muchas más, no lograron construir con claridad un horizonte (discursivo) plausible y/o coherente con las múltiples y diversas injusticias sentidas por parte de las mayorías nacionales, así como tampoco lograron la necesaria contundente claridad (propia de la simpleza) para evitar la tergiversación de su contenido por parte de las campañas de desinformación de la extrema derecha. 

El texto que era reconocido mundialmente como progresista y vanguardista, no solo no convenció a las mayorías como salida a la crisis política-institucional chilena, sino que derivó en un nuevo proceso asambleario que presentó, cual teoría del péndulo, duras restricciones a la “radicalidad progresista” (en otras palabras, al pluralismo) y que además contó con una amplia mayoría de extrema derecha en su conformación de representantes. Este nuevo proceso constituyente con dominio de la extrema derecha, derivó en una nueva propuesta de constitución que fue también rechazada por el pueblo chileno. 

Con estos procesos constitucionales fracasados, me atrevo a decir que aquella masa informe de “progresismo identitario” que desbordó las calles el 2019 en Chile, pletórica de militantes autonomistas (Svampa), que desconfía de los partidos, que se mueve por una convicción personal y se articula de manera territorial, horizontal y asamblearia, fue y es incapaz de dar cuerpo discursivo a un proyecto país. Y por su parte, los partidos políticos de izquierda y progresistas (de tenor socialdemócratas), en su crisis de legitimidad representativa y de credibilidad social, tampoco dieron ni dan muestras de poder proyectar una salida a las demandas de justicia y dignidad que emergen en la sociedad chilena, donde la vida es mediada en casi su totalidad por las lógicas de mercado. 

Y es justamente acá donde creo que es posible abordar en parte el problema, la ausencia de un discurso político de izquierda, alternativo al capitalismo, que logre articular esta nueva diversidad de percepciones sobre la desigualdad, sin soltar la problemática estructural económica. El discurso de clase ya no es efectivo y no hay nada que lo esté ajustando.

Como bien plantea Martín Mosquera, “el socialismo va a volver a ser un proyecto de masas si logramos arraigar en la expectativa popular una imagen simple y poderosa de la sociedad por la que luchamos”, es decir que, frente al realismo capitalista expuesto por Mark Fisher, una propuesta de izquierda, en tanto socialista, deberá construir un horizonte plausible a pesar de la radicalidad de la transformación a la que invita. 

En una columna en la edición anterior de Relato, desarrollo una descripción analítica sobre el desplazamiento discursivo desde el “Boric diputado” al “Boric presidente”, que aborda el paso de un relato altamente de izquierda progresista a uno socialdemócrata, en extremo condescendiente con los otrora criticados treinta años de los bloques Concertación y Nueva Mayoría y con el gobierno anterior de Sebastián Piñera (con el cual el “diputado Boric” fue especialmente duro, por ejemplo, en materia de su responsabilidad política frente a las violaciones de derechos humanos que ocurrieron durante el estallido social de octubre 2019).

¿Ajustes estratégicos? ¿Convicciones diluidas bajo la excusa de la realpolitik del realismo capitalista? o ¿Simplemente ideales instrumentalizados como marcadores de posicionamiento electoral? Creo que de todo hay un poco, pues la política no camina sobre un mosaico binario, mas con esto quiero apuntar, a que al menos en Chile el discurso del gobierno más de izquierda que ha tenido el país en los últimos 35 años, está muy lejos de responder a un gran proyecto ideológico alternativo al capitalismo, sino más bien quizás responde a las posibilidades de sus capacidades que les deja este sujeto-ciudadano, que como bien dice Dubet, siente un mayor número diverso de injusticias desde la experiencia personal, desligada de identidades externalizadas y colectivistas. 

Un trabajador explotado hoy sentiría más injusticia por sus infortunios en relación a su experiencia dentro de su ambiente de trabajo (por ejemplo, que le paguen más a un colega que trabaja menos) que con sus patrones, los dueños del capital. Lejos de una identidad proletaria, de clase trabajadora, y con un sindicalismo pragmático y debilitado, la política solo alcanza ese sujeto en tanto logra articular con su particularidad de percepción de injusticia y satisface esa necesidad puntual. 

Si bien las grandes desigualdades, las que separan al 1% más rico del otro 99%, han sido la base del discurso crítico y de acción de la izquierda, las desigualdades “pequeñas tienen mayor ‘peso’: determinan las experiencias sociales, las iras y las indignaciones; fortalecen o destruyen los mecanismos de solidaridad. Al no encontrar una expresión política constructiva y democrática, estas desigualdades múltiples hoy en día engendran los populismos, la desconfianza y la demagogia”.

Promover “lo que tenemos en común” mediante políticas universales, incluyendo estas desigualdades, es lo que nos propone Dubet además de que habrá que “luchar contra las discriminaciones y, al mismo tiempo, resistirnos al imperio de las lecturas identitarias inducidas por ellas”. Esto creo yo, nos da un piso para discutir sobre la articulación entre la intelectualidad de las organizaciones políticas y su sincronización con la subjetividad de aquel ciudadano/a que percibe la injusticia (desigualdad y discriminación) en un nuevo régimen de desigualdades.

En ese marco de pensamiento crítico y reflexión estratégica, quienes nos dedicamos a la comunicación política y comprendemos lo clave del rol gramsciano del intelectual-orgánico, tenemos una gran tarea en ajustar el diagnóstico sociológico de las desigualdades para colaborar en la construcción de un discurso que permita evocar una visualización de un futuro alternativo al capitalismo, con competitividad electoral, sin vaciarse de sentido transformador bajo la consigna de un pragmatismo mal entendido, porque lleva este nuevo horizonte de posibilidades dentro de sí, su propio peso realista. 

Francisco Córdova Echeverría (Chile) es magíster en dirección y liderazgo para la gestión educativa. Diplomado en Filosofía, Sociedad y Cultura. Cirujano Dentista de la Universidad de Concepción. Actualmente estudiante de Ciencia Política y Sociología en la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Ayudante en cátedras de Comunicación Política en facultades de Ciencia Política y Comunicación Social. Ha sido dirigente social y político en Chile.

X: @FCordovaE / Instagram: @depresivoOptimista

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