Por Augusto Reina
Este artículo examina la figura de Javier Milei a través del análisis de su estrategia performativa y el uso constante de metáforas en su discurso político.
Se argumenta que Milei, lejos de seguir las convenciones tradicionales, construye su identidad pública como una mezcla de rebelde y presidente, utilizando símbolos y un lenguaje provocador para moldear el debate político. Su uso deliberado de metáforas, a menudo de connotaciones sexuales, no solo capta la atención del público, sino que también refuerza su narrativa de lucha contra un Estado opresor. Sin embargo, esta estrategia polarizante podría limitar su capacidad para expandir su base de apoyo. En definitiva, Milei se presenta como un performer que desafía las normas establecidas, combinando elementos teatrales con una promesa de cambio radical en la política argentina.
En el transcurso de nuestra vida cotidiana, cada uno de nosotros construye una apariencia ante los otros. Nos vemos envueltos en la tarea de exhibir una versión de nosotros mismos ante los demás. Es un proceso que trasciende lo superficial y se enraíza en nuestra aspiración de cómo deseamos ser vistos. Este fenómeno se exacerba en el ámbito político, donde la presentación del “yo” se convierte en una herramienta vital para persuadir a la población. Para esto, los candidatos a menudo recurren a un conjunto de símbolos, gestos y ritos para presentarse. Es lo que el sociólogo Erving Goffman llamaría el “equipo” necesario para una actuación convincente. Javier Milei, el ascendente líder libertario argentino, no es la excepción a esta regla; pero su “equipo” simbólico y su repertorio performativo son bastante singulares.
Durante la campaña electoral desplegó una serie de ritos y símbolos que funcionaban como recordatorios constantes de sus valores (la libertad) y el sentido de su misión (la motosierra). Elementos como el león, la motosierra, y la bandera de Gadsen se hacían presentes en los actos. A esto se suman nominaciones colectivas como las “fuerzas del cielo”, que en su narrativa encarnan a los justos, y “la casta”, el enemigo público número uno que Milei promete destruir. O rituales como su triple “hurra” de “¡Viva la libertad, carajo!” o su saludo “Hola a todos” en un melódico tono que emula la canción de La Renga. Todo un repertorio performativo.
Desde que asumió la presidencia, la construcción de Milei como figura pública revisa esas formas para adecuarlas al nuevo rol. Pero tampoco lo hace de manera tradicional. Su incomodidad con el “traje” de la presidencia es notoria y la presenta como una lucha más amplia: una batalla contra las restricciones de un rol que históricamente ha sido definido por tradiciones que no comparte.
Este conflicto interno se manifiesta en su constante oscilación entre el rebelde que desafía al establishment y el presidente que debe operar dentro de un sistema que, por definición, intenta reformar. Milei no se presenta ante nosotros tanto como el líder supremo de la nación, sino más bien como un viajero entre dos mundos: el del rebelde enojado, aquel que aún clama contra la política, y el presidente que lleva sobre sus hombros no solo el manto de la autoridad, sino también el desasosiego de un traje mal cortado, símbolo de un papel que aún le resulta extraño, casi ajeno.
Esta “zona indecisa” en la que Milei transita como presidente no tiene un límite riguroso entre el antes y el después de asumir el poder, lo que refleja la tensión entre su identidad rebelde y su nuevo rol institucional. Esta tensión también se hizo evidente en su acto de asunción, marcado por una ruptura litúrgica que puede verse como algo más que un acto de rebeldía estilística: es un eco contemporáneo de los antiguos ritos de pasaje que han delineado la transición del poder a lo largo de la historia. Milei no solo procura desafiar las normas establecidas, sino también presentarse como un líder que redefine lo que significa ejercer el poder en la Argentina actual.
Milei y su ejército de metáforas
En su ensayo Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral, Nietzsche, presenta una perspectiva desafiante al sugerir que “la verdad es un ejército de metáforas”. Esta afirmación no solo desafía las concepciones tradicionales de la verdad, sino que es una provocación para reflexionar sobre cómo nuestras percepciones del mundo están construidas. Lo que solemos aceptar como verdad, a menudo, no es más que una serie de metáforas que, con el tiempo, han ganado aceptación y autoridad, moldeando así nuestra comprensión de la realidad.
Milei es un presidente metafórico. Esta afirmación no se refiere únicamente a un sentido poético, sino a un uso estratégico y cotidiano de las metáforas en su discurso y en su forma de gobernar. Las metáforas son de uso habitual en nuestra vida cotidiana. Frecuentemente funcionan como puentes que conectan conceptos abstractos con experiencias tangibles. Por ejemplo, expresiones como “el tiempo es dinero” encapsulan la idea de que el tiempo, al igual que el dinero, es un recurso valioso que no debe desperdiciarse. Del mismo modo, cuando decimos que alguien “rompió el hielo” en una conversación, estamos usando una metáfora que sugiere que la barrera emocional entre las personas se ha disuelto, facilitando la comunicación. Incluso en situaciones cotidianas, como decir que “el proyecto está en el aire”, usamos metáforas para expresar incertidumbre sobre el futuro de algo. Estas metáforas, aunque comunes, estructuran nuestro pensamiento y moldean nuestras percepciones de la realidad.
La metáfora libertaria, con rango de Estado, es un tanto más explícita. En la campaña llamó la atención cuando dijo que el Estado “es el pedófilo en el jardín de infantes, con los nenes encadenados y bañados en vaselina”. El ejercicio de mostrar al Estado cómo un abusador es un recurso constante, de forma menos explicita, frecuentemente habla de las “garras del Estado” para representar la violencia de la acción estatal.
Últimamente es llamativo, por ejemplo, el uso deliberado de metáforas sexuales, un recurso que ha generado tanto fascinación como repudio. Estas metáforas no solo capturan la atención por su contenido gráfico y provocador, sino que también refuerzan la idea de un Milei dominante, que expone y castiga los abusos del sistema. Frases como “burócratas metiendo el dedo y el brazo con vaselina a empresarios” o aseveraciones tales como “Les dejamos el c**^ como un mandril” ya no son excepciones sino un estilo que le es constitutivo: la incorrección política.
Esto se puede plasmar en diferentes dimensiones. La descortesía en sus formas, identificada por el uso de vulgaridades, obscenidades, burlas o el uso de insultos basados en la identidad. O en cierta incivilidad. A menudo escribe con errores de ortografía, usa el lenguaje coloquial y no tiene restricciones en insultar en redes o ridiculizar a sus adversarios. Parte de esto ha sido leído como su práctica de alimentar el conflicto permanente y desviar la atención de los temas centrales de la agenda.
Este uso de metáforas no es simplemente una estrategia retórica, sino una herramienta de encuadre. En la teoría de la comunicación, encuadrar un problema implica definirlo, explicarlo, hacer juicios morales sobre sus causas, medir sus costos y beneficios, y sugerir soluciones. Milei utiliza sus metáforas para encuadrar el debate político en términos de un abuso, muchas veces sexual, entre un Estado, dominado por una casta y una población doblegada.
El repertorio simbólico y performativo de Milei no solo define su identidad como líder, sino que también le ha permitido mantener el control del discurso público y posicionarse como el único capaz de resolver los problemas que él mismo ha encuadrado. Cada elemento de su actuación pública, desde sus símbolos hasta su lenguaje, trabaja en conjunto para construir una narrativa que se alimenta del conflicto permanente.
Este camino tiene sus riesgos. Mientras que para algunos, este lenguaje es un nuevo aire fresco en una política que consideran estancada y artificial, para otros, es profundamente ofensivo y alienante. Este lenguaje gráfico y polarizante podría dificultar la capacidad de Milei para ampliar su base de apoyo más allá de su núcleo duro de seguidores.
En última instancia, el repertorio performativo de Milei, desde sus símbolos y rituales, es una parte integral de su estrategia política. Estos elementos no solo definen su identidad como líder, sino que también le permiten mantener el control del discurso público y posicionarse como el único capaz de resolver los problemas que él mismo ha encuadrado.
Javier Milei no es simplemente un presidente; es un performer en el sentido más pleno de la palabra. Cada uno de sus gestos, símbolos y palabras parecen reforzar su posición de poder. En un país como Argentina, donde la política es tan teatral como sustancial, el éxito de Milei radica en su capacidad para combinar ambos elementos, presentándose no solo como un líder político, sino como una figura casi aspiracional, que desafía las normas, rompe con las tradiciones y promete un cambio radical.
Augusto Reina (Argentina) es licenciado en Ciencia Política (USAL) y tiene un Máster en Ciencia Política y Sociología (FLACSO). Doctorando en Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid. Director del Observatorio Pulsar de la Universidad De Buenos Aires. Docente e investigador en la Universidad de Buenos Aires. Director de Doserre Consultoría Política. Expresidente de la Asociación Argentina de Consultores Políticos (ASACOP). Coautor del libro Debatir para presidir, compilador del libro El Cambio después del cambio (2021) de la Editorial Biblos y Manual de Marketing Político Acciones para una Buena Comunicación (2013) de la Fundación Konrad Adenauer. X: @augustoreina